James estaba tan frágil que el menor movimiento, toque o sonido desencadenaba problemas respiratorios que provocaban un coro de pitidos y demás sonidos procedentes de innumerables dispositivos: respirador, derivaciones precordiales, pulsioxímetro, manguito de presión arterial y una bomba de alimentación. Durante las primeras y delicadas semanas, mi marido y yo mirábamos de manera fija y permanente el monitor que indicaba la saturación de oxígeno, la frecuencia cardiaca y la frecuencia respiratoria, que no se estabilizaban a pesar de estar al 85% de oxígeno. Pronto aprendimos qué valores desencadenaban qué alarmas e indicadores luminosos parpadeantes, y cuáles indicaban que James estaba a punto de enfrentarse a otro momento crítico.
A veces, cuando descendía por debajo de los parámetros establecidos, se autocorregía y comenzaba a respirar otra vez sin necesidad de intervención tras unos 30 segundos de alarma "amarilla leve" con tono más bajo. Como ocurría con mucha frecuencia, solían silenciar la alarma inmediatamente y solo llamaba la atención cuando pasaba al tono rojo estridente. Al mismo tiempo, James comenzó a activar falsas alarmas. Su piel de bebé prematuro era tan fina que tenían que hidratarla con frecuencia para que no se rompiese. Pero la loción hidratante despegaba los electrodos, lo que causaba una lectura incorrecta de la señal y activaba otra alarma. Además, el sudor del pie dificultaba que la sonda se mantuviese en su lugar; si no se cambiaba con frecuencia, el pulsioxímetro no captaba la señal con precisión. En cuanto la enfermera se alejaba un par de metros de la incubadora para atender a otro bebé, volvía a sonar la alarma de James, de modo que tenía que volver. Mi marido y yo bromeábamos con que James estaba jugando con ellos y contenía la respiración a propósito para que sonase la alarma, un signo inequívoco de su personalidad bromista. Si la alarma de James estaba activa durante demasiado tiempo y la enfermera no estaba cerca, normalmente se acercaba otro miembro del personal para echar un vistazo y, la mayoría de las veces, pulsaba el botón de silencio y comprobaba si se autocorregía. Incluso cuando las alarmas amarillas leves se convertían en rojas de emergencia (lo que ocurría cada pocos minutos) solía tratarse de una falsa alarma o su respiración volvía. Excepto una vez.
Los cambios bruscos en la respiración de James y sus correspondientes alarmas casi constantes, no mejoraron durante las primeras semanas ni los primeros meses. Los profesionales respondían rápidamente y, si no bastaba con la recolocación o el aumento del flujo de oxígeno, lo salvaban mediante aspiración, bolsa ambu o con carro de parada.
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Pero no encontramos a ninguna enfermera ni médico a la vista. La saturación de oxígeno de James siguió descendiendo mientras la alarma parpadeaba: rojo, rojo, rojo. Pulsamos el botón de llamada de emergencia pero nadie acudió. Mientras nuestro hijo empezaba a ponerse azul ante nuestros ojos, mi marido y yo recorrimos toda la UCI neonatal para avisar a alguien. Como no encontramos a nadie, corrí hasta recepción en busca de ayuda. Apareció una enfermera y pidió un carro de parada. Cuando llegó, lo hizo con extrema lentitud y, para entonces, James estaba de color azul grisáceo y no se movía. Tardaron varios minutos en reanimarlo que se hicieron interminables.
Lo que ocurrió ese día, cuando James tenía unos 4 meses, aún con un alto aporte de oxígeno y una respiración que iba y venía, parecía un caso práctico de libro sobre la fatiga por alarmas agravado por la conjunción de otros factores. Ocurrió cerca del cambio de turno y era un fin de semana de vacaciones, lo que conllevaba el doble problema de menos personal y ninguno del personal habitual estaba trabajando. Cuando la alarma se activó para avisar de que los valores de James estaban descendiendo, mi marido y yo lo vimos, despacio al principio y deprisa después, mientras mirábamos a nuestro alrededor buscando a alguien que acudiese.
Incluso si estas llamadas de socorro no suceden, pienso que la fatiga por alarmas también puede afectar negativamente a las relaciones entre los familiares y el equipo médico, y hacerles perder la confianza en el hospital en su conjunto. El personal de enfermería sabe mejor que nadie que es probable que 99 de cada 100 alarmas no requieran atención inmediata. Pero lo que puede que no sepan es que los padres pueden interpretar la demora de la respuesta a las alarmas como un exceso de confianza y las alarmas poco fiables como un indicativo de equipos de poca fiabilidad. Por ejemplo, como madre, sabía que la falta de oxígeno acumulada podría afectar al desarrollo cerebral de mi bebé, así que cada desaturación despertaba profundas reacciones de impotencia y miedo. A veces sentía que el personal de enfermería silenciaba las alarmas como acto reflejo y me fijé en que cada persona tenía tiempos de reacción y niveles de preocupación totalmente diferentes respecto a sus alarmas. Algunos profesionales modificaban los límites y estaban cómodos con un margen más amplio. Y algunos incluso nos dieron permiso para pulsar el botón de silencio si decidíamos que era una lectura incorrecta. Aunque era agradable poder silenciar las alarmas sin necesidad de esperar a que lo haga el profesional, tener esa responsabilidad, con un permiso otorgado casi a escondidas, no nos inspiraba confianza en que hubiese políticas coherentes instauradas para garantizar la seguridad de James. Pero reprimí mi frustración. ¿Cómo podía esperar que los profesionales ajetreados dejasen lo que tuviesen entre manos y viniesen constantemente? No quería parecer una madre pesada y sumarme al incordio de las alarmas molestas de mi bebé, ni arriesgarme a alienar a las personas que tenían la vida de mi hijo en sus manos.
Inevitablemente, ese suceso cambió nuestra relación con el equipo que atendía a James, y perdimos mucha confianza en ellos.
...lo que otras madres experimentan cuando oyen a su bebé llorar... Mi. Bebé. Me. Necesita."
Pero a efectos prácticos, ¿por qué debería importar lo que sienten los padres? En mi caso, el estado de estrés constante afectó indudablemente a mi capacidad de producir y extraer leche materna, que evidentemente tiene unos beneficios incalculables para los bebés prematuros como James. Y, a nivel menos personal, los estudios muestran que el estrés de los padres durante la estancia en la UCI neonatal puede afectar al desarrollo psicológico y conductual del bebé, y que una relación positiva y de confianza con el equipo médico del niño puede reducir esa ansiedad.
Incluso después de que a James le quitaran el antifaz y los tapones para los oídos y lo trasladaran a una cuna, era fácil ver cuánto le había afectado el ruido. Esto siempre provocó un aumento de las alarmas y su necesidad de cuidados urgentes. La sobreestimulación parecía tener efectos duraderos. Pasó un año hasta que pudo establecer contacto visual porque le parecía demasiado intenso y se encogía al tacto. Después de dejar la UCI neonatal (a lo que siguieron ocho meses en un entorno hospitalario diferente), James ha logrado grandes avances. Pero incluso ahora que tiene 4 años y medio, aún se sobresalta con los ruidos inesperados. ¿Hay algún vínculo entre la histeria que le provoca el ruido del aspirador o la batidora y la sobreestimulación que vivió durante su hospitalización? No lo sé. Pero sé que los niños ruidosos (¿y cuáles no son?) le asustan y me preocupa cómo puede afectar eso a su capacidad para hacer amigos.
No hay mucho que unos padres puedan hacer respecto al constante barullo de las conversaciones entre el personal, los llantos de otros bebés, y las alarmas y señales de colores parpadeantes que impiden que su bebé pueda descansar bien y curarse de forma eficaz.
James estaba en un estado tan delicado que no pudimos usar el método canguro durante varios meses, en parte para evitar la desaturación con los sonidos de las alarmas. Esto era tan frustrante como descorazonador, porque sabía que el contacto piel con piel ha demostrado estabilizar la frecuencia cardiaca de los bebés y mejorar su respiración; sin mencionar los beneficios para establecer vínculos.
Mi marido y yo somos culpables de apagar su alarma despreocupadamente y, con el paso de los años, hemos dejado de correr a su lado en cuanto salta. Sé que la mayoría de estas alarmas son falsas y tengo un buen conocimiento de su estado general de salud, lo que dicta mi nivel de respuesta. Hoy en día, parte la "gestión de alarmas" es conseguir que James deje de pulsar el botón de silencio para detener los pitidos o de desconectar la alarma por completo. "Haciendo trastadas", en efecto. Con esto quiero decir que entiendo sinceramente cómo ocurre la fatiga por alarmas. A pesar de las frustraciones que hemos soportado y de lo que creo que serán efectos a largo plazo en el desarrollo de mi hijo, estoy profundamente agradecida por la atención recibida. Sé que el personal de enfermería sufre a diario el estrés de su entorno de trabajo. Y creo que, si pudiesen, responderían siempre a todas las alarmas para poder atender incluso a ese 1 de cada 100 que realmente lo necesita.
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